
La tarea de los filósofos en el mundo antiguo era, entre otras, la de descifrar las estrellas, comprender su luz y sus movimientos. El cielo nos asombra: las estrellas están tan bien ordenadas, cumplen tan bien su papel, que cuando aparece una nueva sabemos que significa algo nuevo. Por ello, me gusta pensar que Aristóteles pudo haberse preguntado alguna vez cuál era el sentido de esa estrella que acabó posándose en Belén cuando nació Jesús, si hubiese vivido en ese momento.
Las cosas bellas pertenecen a las almas bellas, por eso Platón decía que la verdad nos resulta siempre familiar cuando la conocemos por primera vez, parece que ya nos perteneciera antes. La personalidad de los filósofos es, por eso, tan ingenua e inocente: cuando ven algo, no pasan de largo, se paran a contemplarlo siempre como si fuera una primera vez, aunque lo hayan hecho mil veces. ¡Cuántas veces tantos filósofos habrían visto la estrella de Belén y se habrían preguntado qué decía! Pero, claro, todo llega a su tiempo, la verdad no se muestra toda de una vez, sino poco a poco, “suavesito”, como dirían en América. En Belén no nacía Jesús todos los años. Sólo unos pocos filósofos pudieron contemplarlo por primera vez. Estoy seguro de que Sócrates, Platón o Aristóteles habrían envidiado a tantos pastores, labradores y artesanos que pudieron contemplar a Jesús a pocos pasos de su casa, cuando aquellos grandes filósofos se contentaban con el cielo lejano, precioso, de la noche estrellada para tener una pobre imagen suya en sus pensamientos.
Pero Dios nos ha hecho un gran regalo, nos ha dado lo más precioso al alcance del corazón. Ese es el gran hallazgo de Belén: lo más bello es cercano, Dios mismo se hace hombre. Nace entre paja, pobremente, junto a aquellas criaturas suyas en el establo: ese buey y esa mula que, junto con la estrella del cielo, representan, para mí, a la Creación glorificando a la Madre y al Niño-Dios. A pesar de ser una imagen tan bonita, no olvidemos a nuestros filósofos, a los Reyes Magos.
Me imagino que los Reyes Magos eran reyes por la riqueza de su sabiduría y la autoridad de su pensamiento; también magos por su consejo y agudeza a la hora de tratar temas divinos y humanos, que tanto se escapan de nuestra vista cuando perdemos la sensibilidad para percibirlos y parecen, por eso, de otro mundo. Esos reyes, ¡esos magos!, que contemplaban las estrellas desde tantos puntos de la Tierra se dieron cuenta de que, ¡por fin!, las estrellas revelaban su secreto, esa estrella tan discreta y misteriosa les dijo cuál era la trayectoria de su órbita y el fin de su movimiento: era la estrella del Rey de reyes. El deseo de saber, que Aristóteles encontró en nuestra naturaleza, era revelado por la misma naturaleza: la naturaleza reveló cuál era el culmen de la sabiduría, dónde nacía el “Filósofo de los filósofos”, y los llevó hasta ese pesebre de Belén.
Los filósofos que visitaron Belén se encontraron con una respuesta que no esperaban. La estrella les llevó hasta un niño. Imagino que en sus equipajes llevarían libros eruditos de la época, en los que se explicaban grandes teorías y cuestiones que habían contemplado con sus pensamientos. Lo que contemplaron en Belén era muy diferente: una mujer joven y hermosa sostenía a un niño entre sus brazos, que dormía a gusto después de haberse alimentado de su pecho. Supongo que nunca habrían pensado que el secreto de las estrellas, el secreto del saber de Dios, era un niño al que cuidaba una mujer adolescente, de mirada cristalina y sonrisa discreta. No dudo que al contemplar algo así, le preguntaron a José qué significaba eso, y él, mirando a los filósofos con cariño, hizo un gesto con su mano señalando a María. La conversación que mantuvieron fue sencilla, casi infantil, y los filósofos escucharon a María con atención.
Puede que en el portal de Belén se diese la primera clase de Filosofía de la Historia. María fue la primera filósofa que enseñó la sabiduría del corazón: su sonrisa y su mirada revelaron que Dios es el Dios del corazón, que Jesús es el Rey de los corazones y que Él nos ha regalado lo que nos es más íntimo, que el tesoro más alto y profundo lo tenemos dentro de nosotros. Por ello entregaron los filósofos sus riquezas, esas riquezas que traían de países lejanos (¡Egipto, Grecia, China, India!) y que se mencionan en el Evangelio: oro, incienso y mirra. Esos filósofos entregaron todo lo que tenían a una familia pobre de Belén y se fueron con las riquezas del corazón, que son más que las que podemos recoger con nuestras manos.
¡Cuánto habrían entregado Sócrates, Platón, Aristóteles, Confucio o Buda si hubiesen estado en Belén! ¡Cómo habrían escuchado a esa mujer joven y humilde, que conocía aquello que habían añorado durante toda su vida! Decía antes que las cosas bellas pertenecen a las almas bellas, por eso los filósofos, los Reyes Magos, que no tenían noticia de Jesús, del Mesías, lo encontraron. El Libro de la Naturaleza guía nuestros pensamientos hacia Aquel que lo ha escrito. Pero cuando encontramos a su Autor en un portal en manos de su Madre, caemos en la cuenta de lo poco que sabemos, dejamos a un lado nuestras elucubraciones para ponernos en las manos de María y para que nos susurre, como a su Hijo, los sentimientos de amor de Dios-Padre: Belén es la cuna de los filósofos.