«¿Dónde estabas cuando Yo cimentaba la tierra? Explícamelo, si tanto
sabes. ¿Quién fijó sus dimensiones, si lo sabes, o quién extendió sobre ella el
cordel? ¿Sobre qué se apoyan sus pilares? ¿Quién asentó su piedra angular,
cuando cantaban a una las estrellas matutinas y clamaban todos los ángeles de
Dios?»
(Job 38, 4-7)
Trataremos de comentar el Libro de Job. La interpretación que vamos a
hacer la enfocaremos desde un punto de vista sapiencial, intentado desgranar el
significado de la narración bíblica.
La historia de Job es la de un hombre justo. “Era un hombre íntegro y
recto, temeroso de Dios y alejado del mal” (Job 1, 1). Se trata de un hombre
que cumple con los mandatos de Dios, que, cumpliéndolos, es feliz, pues hace
feliz a su Señor. Por hacer feliz a su Señor, además, era el hombre más
afortunado de todos, pues Dios respondía por su justicia.
Dios se regocijaba en Job, veía en él el ejemplo del buen siervo. De
hecho, hablando con Satán, Dios le dice: “¿Te has fijado en mi siervo Job?
Nadie como él hay en toda la tierra; es íntegro y recto, temeroso de Dios y
alejado del mal.” (Job 1, 8). Sin embargo, la narración nos cuenta cómo Satán
sugiere a Dios que Job puede no ser tan justo y bueno. Según él, que es el
acusador, Job renegará de Dios en cuanto sobrevengan penalidades. “Bastará con
extender tu mano y tocar un poco lo que posee para que te maldiga en tu cara”
(Job 1, 11). Pero como se ve en el texto, Job es fiel y Dios lo sabe. Por ello,
Dios, confiando en Job, deja a Satán que actúe y haga que Job sufra a pesar de
su bondad, para ver si es verdad que vacila en su justicia.
Este es el tema central de la narración de Job, a mi modo de ver. Se trata
del sufrimiento. En concreto, de cómo es posible que Dios permita el
sufrimiento en la vida de los justos. El justo, en el libro de Job, no tiene
respuesta para su sufrimiento. Después de haber sido fiel a los mandatos de su
Señor, después de no haber desfallecido en ninguna ocasión y de haber sido
agradable a la mirada de Dios en todo momento, Job recibe el dolor en su vida
de una manera contundente; injusta, al parecer.
No obstante, Job sigue siendo fiel, hasta su mujer se sorprende de ello.
Vemos en el texto bíblico: “Su propia mujer le decía: -¿Todavía te mantienes
firme en tu integridad? Maldice a Dios y muérete” (Job 2, 9). Pero Job, con
sensatez, le responde: “Hablas como la más necia de las mujeres. Si aceptamos
de Dios los bienes, ¿cómo no vamos a aceptar los males?” (Job 2, 10).
Puede que en esta pregunta se cifre toda la actitud de Job a lo largo de
la narración. Porque a pesar de que él responda con tanta serenidad a su mujer,
no sabe cómo comprenderse en sus dolores, que le hacen desesperar. Job no sabe
aceptar el dolor. Esa es la razón por la que reclama el consuelo de Dios, su
respuesta, porque su dolor ahoga su corazón en desánimos y torturas de las que
no sabe salir…
Job desfallece ante el dolor, su alma se retuerce ante el sinsentido. Al
llegar sus amigos “Job abrió su boca y maldijo el día de su nacimiento” (Job 3,
1). Ya no es una cuestión de infidelidad a Dios, de buscar una razón por la
cual sepa por qué es castigado; Job renuncia a su propia vida, desesperado…
“Perezca el día que me vio nacer, la noche que dijo: «Un varón ha sido
concebido».” (Job 3, 3).
Puede que en nuestro tiempo esta actitud se comprenda, pues la ausencia
de Dios y su respuesta ante el dolor son actuales, actualísimas, a mi modo de
ver… Podemos responder en nuestra vida con escepticismo, negando que haya ese
Dios en el que teníamos puesta nuestra esperanza, o podemos intentar vivir
justamente a pesar de ese dolor, intentando comprender por qué nos ha llegado
ese dolor. Esta última respuesta ante el dolor es la que trata la historia de
Job.
Cuando los amigos de Job lo encuentran en ese estado tan lamentable,
intentan darle razones para ese sufrimiento. A lo largo de la narración se
entabla una especie de diálogo o una sucesión de discursos, en los cuales se exponen
las razones de los amigos y las réplicas de Job a tales razones. Pues Job, a
pesar de que sus amigos le intentan explicar por qué sufre, no comparte tales
explicaciones. Dado que en ninguna de ellas se da la respuesta adecuada: ellos
buscan la injusticia cometida por Job para merecer el castigo, Elifaz, de
hecho, le dice: “Por lo que he visto, los que cultivan la maldad y siembran la
perfidia, la cosechan.” (Job 4, 8); Job, en cambio, no duda de su justicia,
sabe que ha sido fiel a Dios en su corazón y en sus acciones: “Instruidme y yo
callaré; mostradme en qué he fallado” (Job 6, 24). Así, argumenta a sus amigos
que no tienen razón, que no comprenden sus sufrimientos porque, en primer
lugar, no están en su situación, y, en segundo lugar, porque él no ha sido
infiel y no tienen motivos para acusarle de nada.
Job sólo está desesperado: “¡Si pudiera pesarse mi aflicción o mis
desgracias en la balanza estuvieran juntas, pesarían más que la arena de los
mares!” (Job 6, 1). Y él reclama consuelo para su desesperación. Pero
cualquiera que haya experimentado la desesperación y la angustia sabe que, en
esas circunstancias, toda razón es poca, ya que las razones se escapan a los
sentimientos más profundos del alma.
El alma humana, a mi juicio, es lo más difícil de comprender. El alma, en
la situación de angustia, encuentra razones fuera de lo que puede llegar a
comprender la razón, pues el ser humano, dentro de los límites de la razón, no
encuentra el sentido suficiente con el que afrontar el sufrimiento, y ahí es
donde entra Dios en juego.
Dios alcanza más que la razón; el dolor de Job tiene que ver con algo más
íntimo que con el cumplimiento de una norma o el haber faltado a ella;
precisamente, Job sufre en su corazón, sobre todo, porque Dios, que era lo más
preciado para él, le ha fallado, según parece… Es, creo yo, una especie de
desamor, un desamor que es sentido por la criatura respecto a su Creador, pues
no alcanza a comprender esa situación, esa realidad tan incomprensible que,
tantas veces, vivimos todos: pensar que Dios ya no es Dios, que no vela por
nosotros... Un sentimiento de desgarramiento total y de orfandad.
El mismo Pascal se refiere a las razones del corazón, que no pueden ser
entendidas por la misma razón; de igual manera, no hay razones para Job, pues
su mal no tiene justificación racional, sino que su mal está enraizado en lo
más profundo de su alma: su dolor le ha desarraigado de su bondad y de su paz,
llenándole de angustia, y ello es lo que más le pesa, pues no tiene consuelo y
no se reconoce en esas circunstancias; Dios ya no está de su lado; Él, que es
el Justo y el Bueno, ha abandonado a su siervo bueno.
Job está solo. Mientras estaba acompañado por Dios y él le servía,
siéndole fiel, sabía quién era. Ahora, en el dolor, en el sinsentido que
provoca el dolor, ¿quién es en realidad? Mejor dicho, ¿quién es Dios? ¿Dónde
está Dios en ese momento tan difícil? Cuando todo le era favorable, cuando su
casa estaba llena de alegría y él podía ser quien quería ser en su relación
hacia Dios, él sabía responder ante la voluntad de ese Dios y sabía cómo
actuar. Ahora no. Ese Dios en el que confiaba, ese Dios que él pensaba conocer,
le ha dejado a la intemperie, sin cobijo; no hay en él nada sano, ni en el
cuerpo ni en el alma, todo es dolor y angustia para Job… ¿Qué puede hacer
ahora, si Dios ha apartado de él su mirada, si le mira ahora con toda su ira,
cargándole de penas que no entiende?
¿Cómo puede ser justo Dios si permite que la injusticia sobrevenga sobre
los hombres buenos? Un Dios así es, a primera vista, arbitrario, puede que
incluso cruel, pues juega con sus fieles como un niño juega con sus juguetes.
¿Cómo puede ser Dios bueno, si abandona a su suerte a los que le aman? ¿Cómo
puede Dios, en su justicia, no responder ante los llantos de los justos, que
sufren la injusticia de los malvados? “¿Por qué siguen viviendo los impíos?”
(Job 21, 7), se pregunta Job.
La sentencia más dura que lanza Job a Dios, respondiendo a la tercera
intervención de Elifaz, deja clara la desesperación más aguda del hombre: “En
la ciudad gimen los moribundos y el alma de los heridos pide auxilio; pero Dios
no presta oído a su oración” (Job 24, 12). Dios guarda silencio. Los gritos más
agudos del corazón humano resuenan en el vacío, sin que Dios escuche los gemidos
de los inocentes. Podemos leer esto en el Salmo 22: “Dios mío, te invoco de
día, y no escuchas; de noche, y no encuentro descanso”. En este salmo también
vemos la angustia del hombre, que reclama el cobijo de su Señor.
El silencio de Dios… ¿cabe mayor injusticia? Esta es la pregunta que nos
hacemos. ¿Puede Dios callar cuando es la Palabra? ¿Puede Dios cerrar los ojos
cuando Él es el que todo lo ve?
Estas preguntas pueden surgirnos a todos. De la misma manera que Job
reclama el sentido y la respuesta, todos los hombres, en el fondo del alma,
buscamos responder a las dudas y sinsabores que provoca el dolor. Y al parecer,
no hay respuesta para ello. Ese es el motivo por el que la bondad de Dios es
puesta en duda, el motivo por el que Dios parece absurdo en estas
circunstancias. Todo parece fácil y bello cuando no hay dolor en la relación
con Dios y se le puede ser fiel, pero cuando el sufrimiento se convierte en el
dueño de nuestra existencia, ya no es así: surge el llanto, y nuestra respuesta
puede ser, como hemos dicho, vivir al margen de Dios o, en la medida de las
posibilidades, seguir siendo fieles.
Centrándonos en el texto bíblico lo veremos mejor. Job, después de las
intervenciones de sus amigos y de que éstos le intenten persuadir para que
acepte la pena que le ha impuesto Dios, reclama su inocencia. No sólo reclama
su inocencia y sabe que es cierta, sino que renuncia a cometer injusticia:
“Mientras haya en mí aliento y conserve en mis narices un hálito de Dios, no
dirán mis labios falsedades ni mi lengua dirá mentiras” (Job 27, 3-4).
Job sigue siendo fiel a Dios a ciegas. Quizá aquí veamos una actitud
parecida a la de Abrahám, padre del pueblo de Israel, que sin saber muy bien si
debía cumplir la voluntad de Dios, ofreciendo a Isaac en sacrificio, es fiel a
Dios manteniendo firme su fe, a pesar del dolor que le provocaba realizar una
acción así. Como hemos dicho, el tema de fondo en la narración de Job es cómo
ser fiel a Dios cuando parece que no es posible serlo, cuando hay que responder
a ciegas a sus designios. Ese es, a mi modo de ver, el contenido sapiencial de
este libro.
Y, teniendo contenido sapiencial, no podía dejarse de lado en la
narración bíblica una referencia a la sabiduría. Job, mostrando su fidelidad,
hace una apología de la sabiduría, que es la que guía el corazón del hombre a
realizar las buenas obras y la que diluye las dudas del corazón, devolviéndole
la firmeza en el bien y el seguimiento de Dios. “En el temor del Señor está la
sabiduría, y en apartarse del mal, la inteligencia” (Job 28, 28).
Job da una lección de sabiduría a sus amigos en medio de sus dolores: en
su corazón no ha arraigado del todo el rechazo a su Señor, sino que se mantiene
fiel. Pero sigue sufriendo. La sabiduría ayuda a no perder la dirección en la
justicia, sin embargo sigue dejando sin responder las preguntas que a lo largo
del comentario hemos ido formulando… ¿Quién aliviará, pues, el dolor de Job?
Tras el discurso sobre la sabiduría, sigue la intervención de Elihú, que
en su juventud y apasionamiento reprocha a Job su desesperanza a pesar de su
fidelidad, recriminándole ser presuntuoso. En su firmeza, no entiende a Job y
le acusa de no ser sabio, pues, según Elihú, Job no es, en verdad, fiel, debido
a su dolor, y su sabiduría no es suficiente para entender a Dios. Así, con
indignación, realiza un discurso, en el que vuelve a acusar a Job, como el
resto de los amigos, con dureza, intentando reducir las razones que llevan a
Job a pensar que sigue siendo justo y que se mantiene en la sabiduría.
Nadie entiende a Job. Ni siquiera Job sabe cómo responderse, como hemos
visto. No podemos saber cómo puede ser que el dolor sea un designio de Dios
para aquellos que son fieles y justos.
Entonces, tras el discurso firme y contundente de Elihú, interviene Dios,
después de haber escuchado todos los discursos, tanto de Job como de los
amigos, sin que ellos lo supieran: “¿Quién es este que enturbia mis designios
con palabras sin sentido?” (Job 38, 2). Parece que Dios no reconozca a su
siervo. Tras todo el dolor padecido, Job parece transformado, pues en su dolor
el corazón se ha nublado, y ni siquiera Dios entiende cómo puede lamentarse
tanto. Parece que Job haya olvidado las palabras que le dirigió a su mujer: “Si
aceptamos de Dios los bienes, ¿cómo no vamos a aceptar los males?” (Job 2, 10).
Ni Job se reconoce ni Dios le reconoce. Quizá Satán tuviera razón al sugerirle
a Dios que bastaría “con extender tu mano y tocar un poco lo que posee para que
te maldiga en tu cara” (Job 1, 11), y Job haya cambiado… Pero Dios le dice:
“Cíñete la cintura como un hombre, Yo te preguntaré y tú me instruirás” (Job
38, 3). El Señor reclama a su siervo firmeza, hombría, pues confía en su
fidelidad, por ello le dice que él le instruirá. No duda de que Job es fiel y
que puede seguir siéndolo, a pesar de los dolores.
Ahora es el momento en el que Dios demuestra a su siervo todo su poder. El
discurso que dirige va encaminado a hacer una defensa de sí mismo, demostrando
que ningún hombre puede valorar sus acciones. Realiza numerosas preguntas retóricas,
que recuerdan a Job que todo lo que hace
Él es justo y que sabe por qué lo hace. Así, intenta dar confianza a su siervo,
demostrando que su Señor también es fiel y que conserva su poder sobre su
señorío.
La clave puede estar contenida aquí: “¿Dónde estabas cuando Yo cimentaba
la tierra? Explícamelo, si tanto sabes. ¿Quién fijó sus dimensiones, si lo
sabes, o quién extendió sobre ella el cordel? ¿Sobre qué se apoyan sus pilares?
¿Quién asentó su piedra angular cuando cantaban a una las estrellas matutinas y
clamaban todos los ángeles de Dios?” (Job 38, 4-7).
Estas preguntas de Dios, que parecen un reproche, son, a mi juicio, un
consuelo de Dios a su siervo. Pues es
una manera de contestar a todo el sufrimiento padecido. Todo ese largo calvario
sufrido por Job sin sentido, tiene en los planes de Dios un sentido claro, pero
para Job queda oculto hasta que Dios
quiera revelarle la razón de ello. La demostración de su poder es una manera de
decirle que debe tener confianza, pues Dios cuida lo que es suyo y a aquellos
que le son fieles.
De este modo, Dios, al terminar su discurso, se dirige a Job así:
“¿Querrá disputar todavía el censor con el Omnipotente? El que critica a Dios,
¿querrá replicar?” (Job 40, 2). Y Job, comprendiendo que no tenía motivo, en
realidad, para dudar de su Señor y hablar así de Él, dice: “He hablado con
ligereza, ¿qué podría replicar? Me taparé la boca con la mano. He hablado una
vez y no responderé de nuevo, dos veces y no añadiré más” (Job 40, 4-5).
Job acepta el designio de Dios: “Comprendo que lo puedes todo, que ningún
proyecto te resulta inalcanzable” (Job 42, 2). Ser fiel es el punto central en
la vida del israelita. De hecho, Job, después de aceptar que lo sufrido también
era voluntad de Dios y de reconocer su falta, al no haber sabido ver la
inmensidad del Señor, es recompensado. El relato bíblico no nos deja duda de
ello. “El Señor cambió la suerte de Job por haber intercedido por sus amigos, y
le duplicó todos los bienes que antes poseía” (Job 42, 10). Así se ve que Dios
recompensa la fidelidad de sus siervos.
¿Cuál es, entonces, el valor sapiencial del Libro de Job? La historia de
Job nos enseña cuál es el valor de la fidelidad. Más bien, narra la fidelidad
de Dios y de sus siervos. Se trata de una fidelidad bilateral: no sólo son
fieles los siervos, sino que el Señor es fiel a sus siervos. Esto, si lo
interpretamos dentro del contexto de la cultura de Israel, puede sernos útil
para entender las preocupaciones del pueblo hebreo. No son pocos los pasajes en
los que la Alianza se vuelve dudosa y parece que, como le ocurre a Job, Dios ha
abandonado al pueblo de Israel. Pero el Libro de Job exhorta a los que lo leen
a confiar en Dios, a caer en la cuenta de que, si son fieles a pesar del
sufrimiento, Dios les recompensará. Es una manera de dar esperanza, pues algún
día la Alianza se cumplirá…
Por ello, la sabiduría que aporta el libro de Job es que Dios cumple su
Alianza. Visto en clave cristiana, la narración de Job nos hace entender,
también, la fidelidad de Cristo al Padre, que cumple sus designios. Podemos
comparar la angustia de Job con la de Jesús en el huerto de los olivos, cuando,
orando, pide al Padre poder comprender el dolor que va a sufrir en la Pasión.
Para el cristianismo, que ve en las narraciones de las Sagradas Escrituras una
intención común de todos los escritores para revelar la venida del Mesías, el
Libro de Job ayuda a ser fiel también. Así, Job y Cristo son fieles, aceptan la
voluntad de Dios, que es, a fin de cuentas, la enseñanza capital tanto para los
judíos como para los cristianos, el pilar de la fe.