Querido Pablo:
Tienes razón
cuando me dices que hablar del bien, hoy, es casi imposible. Basta pensar en la
pobreza que acorrala y somete a tantos millones de personas, en las guerras, el
terrorismo, la falta de moral en los negocios, la discordia en las familias, la
indiferencia hacia el sufrimiento de nuestros semejantes, la soledad que
provoca en ellos… y un largo etcétera de males y de injusticias que pueden hacernos
caer en la desesperación. Algo que no podemos permitirnos nunca, pues al
desesperarnos estamos, sin darnos cuenta, colaborando con el mal, concediéndole
un poder sobre nosotros que, en realidad, no tiene, y negándonos la oportunidad
de conocer la inmensidad del bien y su vitalidad inagotable.
Cuando me
pediste que te diera mi opinión sobre el bien no supe hacerlo. Es una lástima
que sea un tema tan difícil de tratar, quizá sea por eso por lo que es tan
importante. He estado pensando en cómo hablar de él adecuadamente para hacerlo palpable.
El bien es un tema que cuando lo piensas parece claro, pero las palabras que
utilizas para definirlo hacen que desaparezca. Es parecido al silencio: no
puedes hablar de él sin provocar su ausencia. Pero no tenemos derecho a
quedarnos callados: nuestra realidad pide que hagamos justicia.
¿Cómo podemos
empezar a hablar del bien, entonces? Creo que para hablar de algo, antes que
nada, hay que recurrir a nuestra experiencia. Tenemos que hacer memoria y
preguntarnos cuál es nuestra experiencia del bien. He llegado
a la conclusión de que el primer bien que experimentamos es nuestra propia
vida: nos han dejado nacer. Gracias a que otros, nuestros padres, nos lo han
permitido, podemos experimentar otros bienes, pero el primerísimo que obtenemos
somos nosotros mismos.
Tenemos que
hablar de nosotros como un bien que no hemos decidido obtener y que aun así nos
ha sido dado. Por eso, creo que no me alejaría mucho de la definición del bien
al decir que tenemos experiencia de él como algo que hemos recibido. Es una
imagen que me parece muy bella: somos un regalo para nosotros mismos.
A partir de
esta experiencia del bien, como algo que recibimos, podemos ver que el bien se
desarrolla según esa dinámica. Es la dinámica del agradecimiento ante algo
inesperado. ¿Alguno de nosotros esperaba nacer? Creo que ninguno podemos
afirmarlo. Lo que sí que podemos afirmar es que nos han esperado a nosotros…
¿Te has fijado? El bien “inesperado” engendra la esperanza; a un bien le sigue
otro: la sonrisa de un recién nacido responde a la esperanza de sus padres, es
su manera de decir “gracias”.
Esta
experiencia la hemos tenido todos en cierto grado, todos vivimos gracias al
esfuerzo de otros y a la atención que nos han dado. Sinceramente, me sorprendo
al pensar que no voy a ser capaz de devolver el bien que me han dado… Aunque no
ser capaz de devolverlo me espolea a buscar cómo hacerlo.
El bien tiene
ese carácter, nos impulsa hacia delante. Quizá sea esa la razón por la que tenemos rostro, para presentarnos a
los otros, para acogerlos como nos acogieron a nosotros. Me llama la atención
que nos familiarizamos antes con el rostro de nuestros semejantes que con el
nuestro: el primer rostro que reconocemos es el de nuestra madre. Vivimos
volcados hacia los demás, como si fuéramos un bien que vive para los otros.
Ese es otro
aspecto del bien que me sorprende: reconocemos las cosas cuando son buenas,
sabemos quiénes son los demás cuando son buenos. El mal en el ser humano hace
que su rostro se desfigure, que no sepamos quién es el que tenemos delante.
Hace poco tiempo
visité una clínica de enfermos terminales. Allí estuve con una mujer que se
llama Olivia. Estuvimos hablando durante un rato largo. Me contó su historia.
Está enferma de sida. Le contagió la enfermedad su marido. Los dos eran adictos
a las drogas. Cuando me contaba lo que había hecho, movía la cabeza a un lado y
a otro, queriendo negar lo pasado. Me aconsejaba que nunca viviera de ese modo.
Ella decía que había sido mala persona, que eso no debe hacerse, pero ya no
había remedio…
Sin embargo,
su rostro se iluminó al hablarme de su hijo. Su marido la contagió a la vez que
se quedó embarazada. Algunos le recomendaron abortar, ella decidió seguir
adelante. Su mayor preocupación desde ese momento fue que su hijo no heredara
la enfermedad. No te puedes imaginar cómo le brillaron los ojos y cómo me
sonrió al recordar su nacimiento, pues nació sano. Se llama Nacho.
Olivia es una
mujer joven, aunque parece una mujer anciana. Al hablar con ella me quedé
sobrecogido. Vi que, ciertamente, el mal hace que el rostro del hombre se
desfigure, como el rostro de Olivia. Ella decía que estaba fea, porque no tiene
dientes. De hecho, me pidió antes de salir de su cuarto que la pusiera guapa y
le ayudara a colocarse la dentadura postiza. Pero ella no vio la juventud de su
mirada ni la dulzura de sus palabras al hablar de Nacho. En ese momento me
pareció una mujer tremendamente hermosa. Tengo el convencimiento de que Olivia
sabía quién era al pensar que era madre, al saber que, a pesar de la vida que
había llevado, valía la pena vivir: su hijo había inundado su corazón de
esperanza.
No sé si te
pasa lo mismo, pero yo, cuando pienso en quién soy o en quién quiero ser,
tiendo a pensar las cosas buenas que he hecho o que quiero hacer. No me
atrevería a decir que es un mecanismo de nuestra psicología, sino que es, en
verdad, lo que somos, pues no sabemos dar razón del mal que hacemos. El mal no
tiene razón de ser. Solamente podemos conocer el bien y explicarlo como algo
nuestro, pues afecta a nuestro entendimiento dotándolo de sentido, revelando la
verdad de las cosas y de nuestra vida. Realmente, el bien es el espejo en el
que el hombre reconoce su rostro.
Ese espejo en
el que nos reconocemos no refleja nuestro rostro a solas, sino que estamos
acompañados. El bien que queremos, el que recibimos y el que hacemos, tiene que
ver con otras personas. ¿Recuerdas el primer rostro que conocemos? Las primeras
impresiones del bien en nuestra vida son recibidas. Las que hacemos en el
futuro se refieren a los otros. Tienen que ver con lo que hacemos por los
demás. El bien llena de energía nuestras vidas, nos pone en camino hacia los
otros.
Lo que nos
aleja de los otros o lo que hace que los rechacemos no tiene nada que ver con
el bien. Si comparamos dos imágenes puede verse con facilidad. Piensa en un
campo de exterminio. Es una realidad espeluznante, que trasmite horror, en la
que no podemos reconocer al ser humano. En modo alguno podemos decir que eso es
bueno, sino todo lo contrario. De igual modo, si pensamos en la pobreza,
podemos sentir lo mismo. Es una de las injusticias más extendidas, un crimen
aceptado en silencio. Ahora piensa en la Beata Teresa de Calcuta. Es una
persona que transformó esa realidad. En el horror de la pobreza hubo un oasis
de sentido, de bondad. Esa mujer puso en marcha a cientos de personas para
hacer frente a un mal tan extendido. ¿No te parece revelador? Esa mujer menuda
y sencilla nos demostró que el bien es posible, aun cuando el mal domina la
realidad. Podemos introducir el bien en nuestra vida y en la vida de los demás.
Lo único que hace falta es que nos decidamos a hacerlo...
Puedes
decirme, entonces, que soy un iluso, que todo lo que te digo suena de
maravilla, pero que son idealismos al fin y al cabo. Y tienes razón, parece
idealismo, parece que el bien en nuestro mundo sea fruto de nuestra
imaginación. Quizá lo único con lo que nos podemos contentar es pensar en otros
mundos posibles en los que las cosas son de otra manera. Sin embargo, qué pobre
sería nuestra vida si solamente tuviéramos nuestra imaginación… Qué mirada más
ciega la que se fija solamente en los males, porque, en realidad, no ve nada…
¿Parece Teresa de Calcuta alguien que hemos visto en sueños? Creo que no. Su
vida fue tan real y bondadosa que no pasó desapercibida.
También puedes
pensar, como lo he pensado yo tantas veces, que la vida de esa mujer fue tan
sólo una excepción. En nuestro día a día no vemos acciones tan ejemplares,
sino, quizá, mediocres o, incluso, vulgares. No obstante, su ejemplo y el de
tantas personas como ella me interpela siempre, haciendo que cuestione mis
dudas y mi escepticismo. Cuando le preguntaban qué le llevaba a hacer lo que
hacía, ella contestaba con una frase sencilla y breve: “Lo hago por Jesús”. Me
sorprendo de que una contestación así esté tan cargada de fuerza y de
convencimiento para cambiar el mundo.
Nunca ha
dejado de inquietarme el efecto que tiene en las personas el hecho de conocer a
Jesucristo. Me he preguntado muchas veces cómo es posible que un hombre que
vivió hace más de dos mil años tenga, aún hoy, esa capacidad para conmover el
corazón de tantos. Dicen que la belleza de Nefertiti, la mujer del faraón
Akenatón, era arrebatadora. Sin embargo, cuando observo su rostro en las
esculturas que se conservan de ella, no me dice nada y no siento nada hacia
ella.
No puedo decir
lo mismo cuando me encuentro con un crucifijo o cuando leo el Evangelio. No sé
cómo explicarlo, pero tengo la impresión de que Jesús será siempre
contemporáneo. Da igual la época en la que nos encontremos, él forma parte del
presente. Si no, no me puedo explicar que Teresa de Calcuta dedicara su vida a los pobres en nombre de Cristo. Ella
hablaba de un hombre vivo del que estaba enamorada. Del mismo modo que han
hablado de él tantas personas.
Esa capacidad
que tiene Jesucristo para perpetuarse en el tiempo nos dice algo más sobre el
bien: el bien no se encuentra situado en un momento determinado del tiempo,
sino que lo trasciende, dándole forma incluso. De este modo, el bien es aquello
que fecunda el tiempo. Se manifiesta en el tiempo, de un modo concreto, en las
acciones de los hombres, haciendo que ellos puedan contemplar la verdad sobre
la vida humana a través de sí mismos y de otros hombres.
Antes dije que
el bien es el espejo en el que el hombre reconoce su rostro. Ahora podemos ver
que el espejo en el que nos reflejamos es, en realidad, otra mirada, la mirada
de Cristo: en sus pupilas se refleja nuestra identidad. La única explicación
que encuentro para entender que Cristo es presente y que puede conmover aún el
corazón del hombre es esta: sólo un hombre que está vivo puede conmovernos de
ese modo.
Esta es la
manera más concreta que encuentro para hablar del bien. El bien tiene origen en
otras personas. El bien lo recibimos de los otros y lo damos a los otros. Pero
el bien que se mantiene en el tiempo constantemente es el que nos da
Jesucristo, precisamente porque está vivo. Porque vive, ama; porque ama, nos
conmueve; al conmovernos, respondemos a su amor precioso, y en esa dinámica se
manifiesta el bien en la historia y en nuestro tiempo.
Estoy
convencido de que tenemos, aún, razones para tener esperanza. Aunque a veces
nos falten fuerzas para pensar que este mundo puede mejorarse, siempre contamos
con esa presencia incesante del bien, que nos sustenta cuando las
circunstancias asedian nuestro ánimo. Podemos confiar en el futuro, podemos
confiar en el hombre, precisamente porque sabemos que Dios está vivo.
Un
fuerte abrazo,
Rafa