Hablar sobre la verdad en una sociedad democrática puede
resultar extraño. Cuando tenemos el atrevimiento de decir que algo es
verdadero, no serán pocos los que nos mirarán con escepticismo, intentando
hacernos entender que hacer una afirmación verdadera puede ser un síntoma de
intolerancia y un límite para la libertad de los demás.
Lo verdadero, hoy en día, puede producir cierto espanto. La
experiencia de las dictaduras en Europa nos ha dejado una huella traumática. El
siglo XX ha sido un siglo de afirmaciones totalitarias y de genocidios, inimaginables
por aquellos que no los hemos vivido. En la conciencia colectiva ha quedado un
poso de miedo a la verdad, más que nada, como medida de precaución. De este
modo, evitamos esos enfrentamientos tan cruentos que padecieron nuestros
abuelos y esperamos que no vuelvan a ocurrir.
No obstante, a pesar del desencanto que han provocado esas
injusticias y locuras, quizá debamos preguntarnos si es necesario prescindir de
la verdad para poder convivir en democracia. También podemos preguntarnos si es
posible vivir en democracia sin ese conocimiento de lo que es verdadero. Además
de arriesgarnos, incluso, a preguntarnos si nuestra crisis cultural, política y
económica puede que se deba a prescindir de la verdad…
Para hablar sobre lo verdadero debemos recordar el valor que
le dieron los filósofos griegos. Los pensadores griegos, como Sócrates, Platón
o Aristóteles, concebían el conocimiento de la verdad como aquello que era
valioso por sí mismo. Es decir, lo verdadero no tenía ninguna utilidad, ni podía
ser instrumentalizado o utilizado como una herramienta.
La verdad era algo desnudo y vidrioso, frágil, que solamente
podía ser conocida si se tenía una actitud amorosa y humilde: el conocimiento
de la verdad requería renunciar a pre-tender dominarla. Sinceramente, esta
actitud ante la verdad me parece asombrosa. Dista mucho de las certezas científicas,
que quedan a nuestra disposición para poder dominar la naturaleza de las cosas.
La verdad es aquello de lo que no podemos disponer, es algo
sagrado que me revela a mí mismo ante mí y ante el mundo. La verdad me-des-nuda.
Lo verdadero tiene un síntoma claro: la ingenuidad y la ilusión, nos muestra el
mundo con sencillez. La verdad nos devuelve la confianza en nosotros mismos. De
hecho, el lema de la filosofía clásica era “nosce te ipsum!”, conócete a ti
mismo.
Aunque parezca una actitud infantil, resulta que esa es
exactamente la consecuencia directa del contacto con la verdad. La verdad es
así de indefensa. La respuesta que puede surgirnos ante algo tan delicado es la
del temor o la duda, pues en un mundo como el nuestro, tan cargado de durezas y
desencantos, en el que la fuerza y la competencia son las virtudes más
apropiadas para enfrentarnos al día a día, la verdad parece imposible: algo tan
precioso no pertenece a nuestro mundo, parece demasiado “ideal”.
Así las cosas, lo cierto es que prescindimos de lo verdadero
por temor a que sea un engaño infantil, mera fantasía con la que nos toman el
pelo, y, también, por temor a que la verdad se convierta en algo absoluto, con
lo que se pueda dominar a aquellos que no la poseen. Pero ¿tenemos derecho a
permitirnos algo así? ¿Podemos prescindir de la verdad? Si podemos prescindir
de la verdad, ¿qué consecuencias tiene para la vida del ser humano?
A mi modo de ver, prescindir de la verdad tiene
consecuencias catastróficas. Podemos verlo en nuestro día a día. Por ejemplo,
cuando los políticos prescinden de la verdad, las libertades de los ciudadanos
se ven violadas, quedamos a la intemperie, pues quienes ostentan el poder
abusan de la confianza que los ciudadanos ponen en ellos. También podemos decir
lo mismo en economía: falsear datos económicos, jugar con las cifras y abusar
de la confianza de los consumidores provoca problemas casi insolubles…
Sin embargo, me gustaría señalar un problema aún más duro
para nosotros, para cada uno, cuando prescindimos de la verdad en nuestra vida.
¿Qué ocurre cuando yo relativizo las relaciones con los demás seres humanos?
Cuando las relaciones con las personas que me son más cercanas se convierten en una especie de teatro, la vida se torna arriesgada.
Podemos decir que una vida sin sinceridad es violenta.
Cuando las relaciones humanas están basadas en medias verdades o en vínculos
superficiales, la experiencia que al final acabamos teniendo es frustrante. Una
vida sin confianza acaba destruyéndonos. Una vida sin verdad es una vida
mortecina. Fingir un sentimiento es durísimo, creo que incluso es desesperante,
pues un sentimiento falso ahueca el corazón y lo endurece, lo vuelve insensible.
La mirada de aquellos que son incapaces de asombrarse ante
la mirada de sus semejantes me llena de lástima: son personas que viven solas
aun estando acompañadas, personas incapaces de compartir nada y que viven a la
defensiva, con miedo, pues ven en los demás a un enemigo…
¿No nos recuerda esta imagen el retrato de una dictadura? Un
mundo sin verdades, sin confianza, sin miradas sinceras, ¿es un mundo en el que
se vive la libertad? Una sociedad en la que no se vive con confianza, en la que
las relaciones más íntimas están infectadas por ese virus de la desconfianza y de
las verdades a medias, es una sociedad con serios problemas para poder vivir la
libertad.
Los problemas que se generan por esa desconfianza en los demás
se multiplican como una epidemia. Empiezan en los hogares y acaban insertándose
en los organismos internacionales. Quizá recuperar la confianza en la verdad
sea un asunto más importante de lo que parece.
Una sociedad sin verdades es una sociedad que, en la práctica,
acaba cometiendo atrocidades: sin verdad, se genera desconfianza; con desconfianza,
se genera el miedo; con miedo, se puede justificar cualquier acción, pues mis
semejantes se vuelven hostiles hacia mí, y acaba rigiendo la ley del más fuerte…
¿Podemos reconocer esto en nuestra sociedad actual? ¿No
estamos invadidos por esa inquietud, por esos miedos? La sombra de la
desconfianza nos acompaña, hoy, más que nunca. ¿Cómo hemos llegado hasta este
punto en una sociedad democrática y libre? Nos ha faltado lo esencial: esa
ingenuidad que concede el conocimiento de la verdad, el conocimiento de algo
que no me pertenece, sino que está por encima de mí mismo y que tiene valor en
sí mismo y de lo que no puedo disponer para mi beneficio particular.
La verdad es ese patrimonio común e inviolable que nos eleva
cuando somos capaces de reconocerla en sí misma. Es el resguardo de las
libertades en la democracia, la protección de aquellos que no tienen poder para
dominar ni dinero con el que sobornar. Ese bien supremo que nos recuerda a
todos que tenemos una responsabilidad con nuestra vida y con la de los demás.