Hace unos días, en la facultad de filosofía, estuve hablando
con mis compañeros sobre sexualidad y sobre la afectividad que se desarrolla a
partir de los hábitos sexuales que tiene cada persona. El hilo conductor de la
conversación fue la espiritualidad tántrica.
Nos interesaba la temática del tema, pues en él se propone
la sexualidad como una práctica espiritual en la que los que se implican en
ella deben realizar diversos rituales, a modo de liturgia, para abrir sus
mentes y sus cuerpos para fusionarse íntimamente, casi como describen los místicos
cuando experimentan la unión con la divinidad.
Se propone una ritualidad y un erotismo en el que se tiene
la sensación de una unidad en el ser mediante la experiencia sexual. De este
modo, se pierde la conciencia de sí mismo y, digámoslo de algún modo, se
adquiere la conciencia de la realidad del ser del otro. Así, se produce una
purificación, en la que uno mismo pierde el interés por la propia satisfacción y
sólo busca la satisfacción y el goce del otro.
Esa búsqueda del otro tan radical y que lleva al olvido de sí
mismo es descrita como un éxtasis del otro y como una unión de la pareja con la
divinidad. La conclusión que sacamos entre todos fue que, ciertamente, esas prácticas
sexuales conducen a una experiencia religiosa y, en cierto modo, metafísica.
No obstante, yo me pregunté en aquel momento si esa unión
tan carnal podía ser, realmente, una experiencia espiritual. Yo estoy
acostumbrado a practicar la espiritualidad de otra manera y mis compañeros lo
saben. Yo soy cristiano y sé que hay dos conocimientos: aquel que procede de la
carne y aquel que procede del Espíritu Santo.
San Pablo en sus cartas habla de esta distinción y San Juan
de la Cruz también: ambos distinguen entre el conocimiento de los hombres
carnales y el de los hombres espirituales. Por ello, les pregunté a mis
compañeros si esa espiritualidad que propone el tantrismo no les parecía una
espiritualidad pobre, en la que solamente se implicaba la carne y se dejaba de
lado el conocimiento del espíritu.
Uno de mis amigos me respondió diciéndome que él no podía
contestar a esa pregunta, precisamente porque para hacer esa distinción hay que
tener conocimiento de ambos planos de la realidad. Es decir, que si no conoces
la realidad del Espíritu Santo no puedes hablar de ella, pues te es ajena. ¡Lo
cierto es que tiene toda la razón del mundo!
Así que, comprendiendo que hay que dar a conocer esa
realidad que no es física ni metafísica y que nos viene dada cuando Dios quiere
conducirnos por ese camino interior del corazón, ese camino que te lleva a
conocer una realidad más íntima que la intimidad más profunda de nuestro yo y
que es el mismo Dios, empecé a hablar a mis compañeros de algunos autores
cristianos que he leído últimamente.
Les hablé de Gregorio de Nisa y de Juan de la Cruz, también
de Pablo de Tarso. Creo que también mencioné a Platón, precisamente por ese
aspecto de la filosofía platónica que me gusta tanto: la catarsis, la
purificación del corazón. Les pregunté si creían que es posible purificar el
deseo sexual, haciendo que deje de estar presente y dirigido hacia las personas
del sexo opuesto, que pueda ser controlado por la inteligencia y por la
voluntad, para así poder orientar nuestros deseos carnales hacia las realidades
propias del mundo del espíritu, donde el alma puede encontrarse íntimamente con
Dios.
Me dieron una respuesta negativa. Ellos no veían posible
vivir sin el deseo sexual y sin el amor carnal. Y yo les dije que no estaba de
acuerdo con ellos, precisamente porque mi experiencia es distinta. Para mí ese
amor es posible. ¡Sí, es posible! Es posible purificar el corazón, tener
sentimientos limpios, tener un corazón vacío de deseos carnales y de ambiciones
mundanas, en el que Dios puede acomodarse y entrar a sus anchas y purificar,
con su gracia y su misericordia, la suciedad que impregna cada uno de los
recovecos del alma… Dios puede convertir lo que era feo en algo bello, lo que
era lujuria en caridad, en verdadero amor desinteresado y puro.
Ese amor pone por delante de la pasión sexual otras
prioridades y se fija en detalles que solamente se pueden percibir con la
gracia de la vida del Espíritu Santo. Mis compañeros se quedaron un poco
asombrados, porque pensaron que les estaba hablando de un amor en el que no hacía
falta implicar el cuerpo. Pero les dije que no, que el cuerpo en este amor
tiene una importancia decisiva: si no te entregas con el cuerpo, no te entregas
con el alma. Solamente que primero hay que atender a la salud del alma para
poder amar plenamente con el cuerpo.
Por eso, les dije que yo veía otra espiritualidad sexual en
la que sí que se experimentaba una unión con Dios. Pero esa unión, primero, debía
darse individualmente, personalmente. Es decir, que antes de entregarse al amor
carnal, el hombre y la mujer deben buscar a Dios por su cuenta, deben
introducirse en lo más profundo de su alma con la práctica ascética y purificar
su corazón. A fin de cuentas, vivir y amar la virtud de la castidad. Si se purifica el corazón, en la práctica del amor sexual no se corre el riesgo de
buscarse a uno mismo y se busca entregar el amor de Dios al otro a través del
cuerpo, de la unión sexual.
Intenté explicarme diciendo que entiendo la mística sexual
como una mística que se da cuando previamente has tenido una unión mística con
Jesucristo, cuando tienes esa vida espiritual que solamente puede tenerse
cuando tienes un encuentro personal con Cristo en los Sacramentos. Y ello
implica el Matrimonio, claro está. Pero antes del Sacramento del Matrimonio están
otros, como la Confesión y la Eucaristía.
Considero que para vivir el Matrimonio estos Sacramentos son
imprescindibles, pues sin ellos no puede darse esa unión mística con
Jesucristo. Y cuando se da esa unión con Cristo a través del aliento del Espíritu
Santo, es posible esa unión con Cristo en el amor sexual, en el que los esposos
son uno en cuerpo y espíritu en el amor de Dios. ¡Es en ese momento cuando acontece
una unión divina y sexual, cuando los esposos se identifican con Cristo en el
acto sexual, porque antes ya se han encontrado con Él y lo conocen
personalmente!
A fin de cuentas, cuando cada persona se ha abierto
íntimamente, con corazón sincero, a Jesucristo y ha experimentado la pureza de
su amor, puede amar con pureza, puede buscar el bien de su esposo o de su
esposa, el de su novio o el de su novia, que es gozar del amor de Dios. Por
ello no busca solamente el goce carnal de un instante, sino que busca el gozo y
la pasión que concede la vida espiritual y la gracia de Dios. Y ese camino
puede recorrerse con Cristo siendo novios y después siendo esposos.
En el noviazgo se empieza a vivir cuando los novios buscan
conservar y cuidar el amor que ambos tienen a Dios y a sí mismos, pues
conservando ese el amor fiel a Dios conservan el amor de su noviazgo. En el
matrimonio ese amor es más pleno, pues los esposos cuidan íntegramente de la
vida carnal y espiritual de ambos, y ello implica una ascética propia del
matrimonio que, si es perseverante, une a ambos íntimamente con Cristo: una unión
mística que unifica todos los aspectos de la vida.
Así es, más o menos, como veo yo “la mística sexual”.