La primera semana de agosto tuve la oportunidad de asistir
al Festival de los Jóvenes de Medjugorje. Fue una semana espléndida, repleta de
experiencias de todo tipo, en la que todos los que acudimos sentimos la cercanía
y el calor de Dios y de la Virgen María.
El Festival concluyó el 6 de agosto, fiesta de la
Transfiguración del Señor, con una Misa al amanecer en la cima del monte
Krizevac. Ascendimos el monte de madrugada, empapados por la oscuridad de la
noche, y durante el ascenso intentamos combinar el recogimiento con el
cansancio de la subida y el sueño. He de confesar que me quedé asombrado al
sentir el silencio y la devoción que tenían los bosnios y los croatas, también
los peregrinos de otras partes del mundo, como los polacos, porque manifestaban
un calor interior envidiable, propio de quienes tienen una intimidad profunda
con Dios.
No sé por qué, pensé que igual en España hubo un tiempo en
el que se respiraba esa piedad y recogimiento entre los creyentes y que ahora,
por desgracia, no es así. Creo que cualquier español que viera a esas personas
rezando podría compartir mi opinión, aunque espero equivocarme…
De todas formas, contemplar la fe de otras personas me
sirvió para pensar y reflexionar sobre la mía. En ese momento, tropezándome con
las piedras del Krizevac y buscando orientarme con las linternas de los demás
peregrinos, comprendí que la fe es una experiencia compartida en la que todos
los creyentes nos necesitamos.
Todos caminábamos de noche, apoyándonos los unos en los
otros, cediéndonos el paso y alumbrando los lugares donde era mejor posar
nuestros pies para no resbalar. Tuve la impresión de que la fe es algo así:
caminar juntos, a oscuras, buscando la cima guiándonos los unos a los otros. Las
luces de los peregrinos que me acompañaban me sirvieron de guía y de ayuda para
saber dónde estaba el camino a seguir. Esa experiencia me ayudó a comprender
que la Iglesia también es algo parecido, un lugar y un camino en el que la fe
de unos sirve de apoyo y de luz para otros en momentos de oscuridad y de
cansancio interior.
Pero lo que más me marcó fue darme cuenta de que aquella
noche todos caminábamos con un único motivo: celebrar la Eucaristía en la cima
del monte Krizevac (monte de la Cruz) cuando el sol apareciera en el horizonte,
iluminando el camino que habíamos recorrido. Subíamos buscando a Jesús, el Pan
de Vida, que era para nuestros corazones el verdadero amanecer.
En aquellos momentos los ojos del alma nos guiaban con esa
luz interior y discreta que nos concede Dios, que es capaz de ver donde no se
puede ver y buscar donde aparentemente no hay nada. Y es que, visto con ojos
humanos, la subida al Krizevac no tiene significado alguno, pero cuando subes
buscando a Cristo y te encuentras junto a tantas personas buscando lo mismo
realmente comprendes las palabras de Jesús: Que
todos sean uno, como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti; que también sean uno en
nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado (Jn 17,21).
La fe, cuando es sincera, cuando busca a Dios de corazón, es
capaz de unir a todos los hombres. Mientras subíamos el Krizevac pudimos
escuchar oraciones en lenguas diferentes. Pero para Dios, que es la Palabra,
todas las lenguas son inteligibles y tienen sentido.
En la cima del Krizevak no cabía un alma. Todos buscamos
algún hueco entre las piedras para poder descansar. La dureza de las piedras
era pequeña cuando se comparaba con la paciencia de los peregrinos. A decir
verdad, cuando llegué arriba me quedé impresionado al ver a la gente durmiendo
encima de las rocas y esperando el amanecer para celebrar la Eucaristía.
Pensé que las escenas que se describen en el Evangelio en
las que miles de personas se agolpaban en los valles y en las montañas
siguiendo a Jesús serían similares a la que contemplé aquella noche en el
Krizevac. Realmente pude ver que Jesús sigue entre nosotros presente en el pan
de la Misa y que sigue hablándonos a cada uno desde lo alto de la cima para que
nuestros corazones estén más cerca del Cielo.