La brutalidad vuelve a ser
noticia. Desde hace meses no hay semana que no lo sea. La sangre de los
mártires ha sido derramada de nuevo. Veintiún cristianos coptos han sido
asesinados. Su sangre se ha diluido en el Mediterráneo.
Como hace dos mil años, sangre y agua se mezclan haciendo que la acción amorosa de Dios penetre la
realidad despiadada de este mundo. Del mismo modo que el Apóstol San
Juan vio la sangre de Jesús de Nazaret derramándose de su costado abierto junto
con el agua, vemos la de los cristianos en las aguas mediterráneas.
Al enterarme de la noticia un
escalofrío recorrió mi cuerpo. He de decir que tuve miedo. Ante tanta maldad
uno no sabe cómo responder. Me sentí
profundamente impotente. Pero a la vez comprendí que no podía ser esclavo de la
barbarie. Comprendí que el miedo no puede acallar mi libertad ni impedirme ver
que el mal ante el bien es nada, no tiene poder alguno.
Estoy convencido de que la
violencia es el recurso de aquellos que no tienen razón, la herramienta de los que han perdido la esperanza. Con la violencia, con el horror que
provoca, se hace irreconocible la presencia de Dios en el mundo. Desaparece.
La violencia manifiesta la
ausencia del bien, la negación rotunda de la acción de Dios en nuestra vida.
Por ello, ante una negación de tal envergadura, con paciencia y calma podemos
considerar la presencia infinita del Bien en sí mismo, que es la Esencia de
Dios.
La acción del mal es propia de
las creaturas que niegan al Creador, cuyo Ser es Infinito. La acción de la
creatura es finita, limitada: si se compara con el Ser de Dios, en sí misma no
tiene poder alguno; el mal de la creatura es nada ante el Bien de Dios.
Por eso, cuando el ruido de los
disparos aturde nuestros oídos y la tierra manchada de sangre salpica nuestro
rostro, es importante alzar la mirada hacia lo alto y contemplar la amplitud
inabarcable del Creador, que es capaz de transformar nuestros corazones y hacer
que, a pesar de los males innumerables que nos acorralan, el bien se haga
presente a nuestro alrededor impidiendo que el mal oscurezca la belleza de la
libertad humana.
Como decía Tertuliano, “la
sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos”. Quizá tengamos la
ocasión de demostrar, en estas circunstancias, que “el pueblo de la Cruz” no ha
perdido la fe, que los cristianos aún tenemos esperanza y que es posible que la
caridad acontezca en nuestro tiempo.