Para mi amigo Adrián, al que Alcibíades debería envidiar
Me he parado un momento a
escribir lo que estás leyendo. Se me ha ocurrido mientras leía una noticia
sobre la guerra de Siria. Me preguntaba qué sentido podía tener el cristianismo
en la actualidad, en pleno siglo XXI. Porque no faltan momentos en mi propia vida
en los que me cuestiono hasta qué punto puedo decir que tengo fe.
Cuando miro a mi alrededor y
hago un pequeño examen de mi vida, no dejo de pensar que es muy posible que el
Reino de Dios esté en otro sitio, porque no soy precisamente la encarnación de
ninguna idea que clarifique la esencia de la fe cristiana. Cosa que me alegra,
porque si la gente en la actualidad tuviera que entender el sentido de la fe
contemplando mi vida se llevaría una gran decepción. Tenemos la suerte de que
–como su propio nombre indica– la fe a la que me refiero es cristiana y no rafaeliana.
Una de las cosas que más me
fascina de la fe es que no se basa en una idea. No hace falta ser un gran
pensador para comprender el cristianismo. Para tener fe solamente hay que estar
enamorado. ¿De quién? De Jesucristo, sin duda alguna. Es una vivencia que llega
a lo más profundo del corazón. Lo transforma.
Cuando te encuentras con
Cristo hay algo en tu interior que cambia radicalmente. Es lo que llaman conversión. Los cristianos griegos de los
primeros siglos lo llamaron metanoia.
Eso significa que se conoce algo más que antes no se conocía. Se llega más allá
de lo que nuestro corazón llegaba a ver, a amar. La metanoia es lo que está más allá de nuestro nous, de nuestra mente, de nuestro conocimiento, de lo que es más
íntimo en nosotros. Salimos de nosotros mismos conociendo lo que antes nos era
desconocido: el Amor que no nos olvida, que nos tiene siempre presentes, aquel
en el que nuestro ser es sin que podamos percibirlo. Es el Amor que nos
antecede porque existe antes que nosotros. Es Aquel que con la mirada de su
corazón nos tiene presentes dentro de sí mismo y que con su Palabra nos llama a
la existencia, a la vida.
Por eso se tiene fe en aquello
que no se ve, no en aquello que se ve. Lo que está ante los ojos ya es
conocido. Es visto. Pero aquello que no se ve queda oculto al ver. La misma
mirada que mira se oculta en aquello que ve. La mirada para sí misma es
invisible. Ve y, no obstante, no se ve. Para sí misma es un misterio.
Vemos lo de fuera. Lo que es fuera de nosotros. Lo que ex-siste (sistere-extra,
es-fuera). Nuestro corazón queda oculto. Nuestra intimidad nos es
desconocida.
Lo invisible no queda fuera de
nosotros, sino que nos lleva hacia dentro: al corazón. El joven Agustín de
Hipona lo experimentó en su búsqueda de Dios y lo expresó con estas palabras: eres más íntimo a mí mismo que mi misma
intimidad. Esa mirada nuestra que se nos oculta cuando intentamos mirarla
se vuelve clara, cristalina y brillante cuando en lo profundo de nuestro
corazón se clava el dardo ardiente del Amor de Cristo y desgarra los límites de
nuestra carne abriéndola a la Vida infinita del Espíritu de Dios.
La mirada de Cristo nos libera
de nuestro desconocimiento, del desaliento y del sinsentido de la ignorancia
del Amor. En ella nuestro ser se ilumina como en el Principio, pues escuchamos
nuestro nombre en los labios mismos del Verbo Creador. Tal es la fuerza y la
belleza de aquello que es invisible a los ojos… De aquello que no ex-siste, de
lo que no está-fuera… Sin embargo, desde ese instante, desde que el corazón se
desgarra y queda herido y abierto hacia dentro de sí mismo saliendo de sí,
comprende que todo lo que existe fuera de él permanece dentro del Verbo que lo
ha llamado a ser, siendo, además, distinto de Él.
La herida del Amor no se
olvida. Desde entonces el corazón se manifiesta y ya no queda oculto. Es el
Amor el que mejor expresa la esencia de la verdad. Lo que los griegos llamaron aletheia. Esta palabra guarda dentro de
sí un misterio fascinante que –creo– solamente podemos comprender desde la
experiencia del Amor. El significado de letheo
en griego es olvidar. La a-letheia es
aquello que no se olvida. Lo inolvidable, lo que permanece presente en nuestro
corazón y lo hace preso de la nostalgia, es lo que se ama. Pero letheo también es ocultar. El olvido y
lo oculto están íntimamente unidos. Olvidamos el corazón porque permanece
oculto en las profundidades de lo invisible. La aletheia es, además, lo que se des-oculta porque se manifiesta.
¿Cómo se puede manifestar,
pues, en nosotros aquello que está oculto y que nuestra memoria ha olvidado? Únicamente
me atrevo a decir que es el Amor el que lo consigue. La búsqueda del Amor que
nos antecede y que hemos olvidado es la que hace posible que aquello que está
oculto, la verdad de nuestra vida, se manifieste y sea auténtica aletheia. Es un acontecimiento que se
imprime a fuego en lo más profundo de nuestro ser y que permanece presente en
nosotros con cada latido del corazón. Es el momento en el que el Verbo nos dice
“¡ven!”, similar al que María
experimentó cuando dijo fiat mihi
secundum verbum tuum! Ella es la que lo experimentó en toda su plenitud
porque pudo corresponder a la mirada de Dios sin ninguna limitación: ella no
estaba limitada por sí misma, es la criatura que hace posible que Dios se dé a sí mismo sin restricciones, pues entre ella y Él no hay barrera alguna y se cumple a la
perfección la voluntad de Dios en su vida. Por eso le decimos “llena eres de
gracia”… ¡Ella es un anticipo del Reino de Dios!
Siguiendo el hilo de lo que
estamos diciendo, vemos que hay una relación estrecha entre el Amor y la
verdad. Gracias a Él se manifiesta la verdad que nuestro corazón anhela. Y lo
que más me fascina es que la verdad no se manifiesta como objeto, como algo
conocido, sino como cognoscente: me conoce. Soy conocido. Desde ese
ser-conocido que soy me doy cuenta de que la verdad es algo más grande que yo
mismo y que es la Verdad en sentido pleno. Algo ante lo que siempre cabe
admirarse, porque me desborda y no depende de mí mismo, sino que dependo de
ella, del Amor que me crea y que se me da sin límites. Siendo conocido busco
conocer a Quien me conoce y en esa búsqueda comienza una ascensión inagotable
en el camino de la Vida.
Así que creo
que ser cristiano en el siglo XXI aún tiene mucho sentido: Jesús realmente está
vivo.