Tengo
veintisiete años y aún me inquieta esta pregunta: ¿quién soy? Lo sé, parezco un
adolescente. A pesar de que haya dejado atrás la revolución de mis hormonas, me
doy cuenta de que esa pregunta sigue siendo importante. No dudo de que nunca
dejará de serlo. Seguramente, si llego a la vejez, podré seguir haciéndomela y
no tendré una respuesta clara. Igual tú la tengas. Puede que hayas conseguido
responderte alguna vez. Aunque algo me dice que es posible que te encuentres en
la misma situación que yo. ¿Acaso alguno de nosotros ha podido responder
siquiera con seguridad a la pregunta? Basta que intentemos pronunciar nuestro
nombre para que la última letra haya borrado la presencia de la primera. Si nos
detenemos en la imagen que de nosotros mismos tenemos en nuestra imaginación,
la vida pasa rápido ante nuestros ojos sin que la hayamos vivido. Es un drama
que nuestra mente esté tan separada de la vida que fluye más allá nuestras
pupilas. Las imágenes que se reflejan en ellas nos encarcelan e impiden que
nuestros deseos se proyecten más allá de nosotros mismos. Quizá podamos, al
menos, expresarlos con palabras, escribir historias que podríamos haber vivido.
Pero es tan triste imaginar lo que podría ser y no será nunca… Y si hemos
vivido algo auténtico, valioso, ¿qué importa? A pesar de que lo guarde el
recuerdo mi memoria no sobrevivirá mi muerte y tú, que lo viviste conmigo,
seguirás mis pasos tarde o temprano. Entonces, ¿importará algo que hayamos sido
alguien? ¿Lo habremos sido? ¡Es evidente que no! Sin embargo, ¡qué absurdo no
ser nadie y poder preguntarse por la propia identidad! ¿Qué sentido tiene enamorarse y que el otro
no sea nadie? No podemos amar la nada. El amor grita un nombre. Reclama toda la
vida del otro. No amamos a una pregunta sin respuesta. De modo que es necesario
que pueda responderse. Pero… ¿cómo? Espera… Quizá hay que preguntarse quién
puede responderla. Si me recojo en el claustro de mi conciencia, en el fuego
del corazón, te encuentro allí, mi Dios. Es ahí donde la pregunta no se
disuelve en la corriente de la vida y donde el tiempo no puede deshacer mi
nombre como la tierra convierte los huesos en polvo. La pregunta resuena y
vuelve a mí. ¡Qué necio soy al querer responderla! ¿Qué importa lo que yo crea
que soy? ¡Soy solamente a la luz de tus ojos, no de los míos! Esta mirada
pobre, vacía, que mira con ojos corporales, juzga las cosas del espíritu con
palabras efímeras. Pero al menos me has dado la oportunidad de darme cuenta de
ello. Es preciso ser ciego para poder verte y en tus ojos encontrar el reflejo
de nuestro rostro. Ante tu mirada, ciego y desnudo, escucho tu Palabra y tus
labios pronuncian mi nombre. Me dices que no importa lo que uno es, sino lo que
uno será. Porque mi futuro es tu presente, tu ahora. En el futuro se escucha mi
nombre. Tus labios me invitan a ser y a olvidarme de mi recuerdo, que es
ignorancia. Es tu mirada la que conoce lo que era, lo que es y lo que será. Ya
no recuerdo la pregunta. Me quedo callado, esperando y caminando hacia tu
Palabra, que pronuncia mi nombre desde el Amor que nunca acaba y que siempre me
reclama.